FERNANDO J. LUMBRERAS
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Hay bebidas que refrescan, y otras que despiertan. La kombucha pertenece a esta segunda categoría. En un mundo saturado de burbujas artificiales y sabores de laboratorio, este elixir fermentado ha irrumpido con la naturalidad de quien no pretende gustar a todos, pero conquista a quien sabe escuchar lo que bebe.
No es una moda pasajera, aunque haya nacido al calor del universo healthy y del márketing del bienestar. La kombucha —esa mezcla viva de té, azúcar y microorganismos— es un viaje al pasado y al futuro a la vez: rescata la sabiduría ancestral de la fermentación y la pone al servicio de un paladar contemporáneo que busca conciencia, autenticidad y placer.
Cuando se destapa una botella, el primer sonido no es el de una gaseosa convencional. Es un pssshhh más tímido, casi como un suspiro. Lo que viene después es un abanico de aromas: notas de manzana verde, flores secas, jengibre o limón, con un leve recuerdo al vinagre balsámico. Y entonces llega el primer sorbo: ácido pero amable, chispeante sin agresividad, dulce pero no empalagoso. Cada trago es una conversación entre la naturaleza y el tiempo.
Una bebida con biografía
La kombucha nació hace más de dos milenios en Asia. Se dice que el emperador Qin Shi Huang, obsesionado con la inmortalidad, la bebía a diario convencido de que era una pócima milagrosa. La realidad es menos legendaria pero igual de fascinante: en sus inicios era un método de conservación del té, fermentado con un cultivo simbiótico de levaduras y bacterias, conocido como SCOBY. Ese hongo gelatinoso, con aspecto poco glamuroso, es el verdadero artífice del milagro: transforma el azúcar en ácidos, gases y compuestos aromáticos, generando una bebida viva, compleja y llena de matices.
Durante siglos se mantuvo como un secreto doméstico, una receta transmitida entre familias. Hoy, sin embargo, su resurgir es global. Desde las cervecerías artesanas hasta los templos del fine dining, todos parecen querer tener su kombucha propia. No sólo por sus supuestos beneficios digestivos o su perfil bajo en azúcar, sino porque representa algo muy valioso en estos tiempos de prisa: la paciencia.
El sabor del tiempo
Lo que hace diferente a la kombucha no es el té ni el azúcar, sino el tiempo. Ningún gas añadido puede imitar la efervescencia que se genera cuando un líquido fermenta lentamente durante días o semanas. En ese proceso, el SCOBY actúa como un alquimista: se alimenta del azúcar, produce burbujas naturales y va afinando los ácidos que le dan esa personalidad única.
El resultado es una bebida que nunca sabe exactamente igual. Cada lote tiene un matiz distinto, una pequeña variación en la temperatura o el tiempo que altera su perfil. Y eso, lejos de ser un defecto, es su mayor encanto: la imperfección como sinónimo de autenticidad.
Cuando la kombucha se sirve en copa, muestra un color dorado o rosado según la base de té o las frutas añadidas. En nariz, es intensa, con una frescura que recuerda al vino joven o al mosto recién fermentado. En boca, el recorrido es sorprendente: primero ácido, luego un punto dulce, después ese cosquilleo que limpia el paladar y lo prepara para otro sorbo. Y otro. Y otro.
Tres kombuchas, tres almas
Para entender el fenómeno, nos sentamos en la barra de Los Golosos con tres botellas que resumen la escena española: Komvida, Flax & Kale y Mūn Ferments. Tres filosofías, tres formas de interpretar la misma alquimia.
Komvida: el lado amable de la fermentación
Producida en Fregenal de la Sierra (Badajoz) por dos amigas que quisieron trasladar el espíritu artesanal de California a su tierra, Komvida se ha convertido en la marca más reconocible de España.
Su versión “Original”, a base de té verde, presenta un color ámbar claro y una burbuja fina. En nariz, aparecen notas de manzana, miel y un leve recuerdo floral. En boca, sorprende su equilibrio: tiene la acidez justa para despertar el paladar, pero conserva un toque de dulzor que la hace accesible incluso para los que prueban la kombucha por primera vez.
Es una bebida fresca, luminosa y equilibrada, con un final ligeramente seco que invita a maridar con ensaladas templadas, quesos suaves o incluso una tosta de aguacate con sésamo.
Komvida representa la kombucha cotidiana, la que se bebe a media tarde en lugar del café o el refresco. Es el punto de entrada ideal: amable, fácil, pero sin perder su alma natural.
Flax & Kale: la alquimia urbana
El sello catalán Flax & Kale, impulsado por la chef Teresa Carles, entiende la kombucha como un laboratorio de sabores. Su versión “Ginger & Lemon” es un ejemplo brillante de cómo la fermentación puede dialogar con la gastronomía contemporánea.
Aquí, el color se intensifica hacia un dorado turbio, y el aroma es más complejo: cítricos, levadura, notas terrosas y ese picor amable del jengibre. En boca, la acidez se hace protagonista, acompañada de una burbuja viva y nerviosa que recuerda a una sidra natural. El final es largo, ligeramente picante, con una sensación de limpieza muy placentera.
Flax & Kale juega con texturas y matices que invitan a pensarla no como un refresco, sino como un acompañamiento gastronómico. Va de maravilla con sushi, ceviches o mariscos al vapor. Servida en copa tulipa, podría pasar perfectamente por un vino espumoso pet-nat. Es la kombucha de quien busca sofisticación sin alcohol.
Mūn Ferments: la pureza del bosque
Desde Mataró llega Mūn Ferments, pionera en España en ofrecer una kombucha no pasteurizada, manteniendo vivos sus microorganismos. Su versión “Hibiscus & Granada” es una joya para los sentidos.
El color rubí intenso ya anticipa su potencia aromática. En nariz, es un jardín: flores secas, frutas rojas, una punta de acidez balsámica. En boca, es probablemente la más atrevida de las tres: ácido marcado, dulzor casi imperceptible y una efervescencia tan natural que parece brotar del suelo.
El retrogusto deja un eco terroso y floral que se antoja casi meditativo.
Esta kombucha pide comida de verdad: quesos curados, carnes blancas, arroces especiados. Su personalidad salvaje la convierte en la kombucha del connaisseur, de quien disfruta la fermentación como arte, no como tendencia.
Una bebida con futuro gastronómico
La kombucha ha dejado de ser un capricho wellness para convertirse en una herramienta culinaria. En los restaurantes de vanguardia ya se ofrece como alternativa de maridaje sin alcohol, y no son pocos los chefs que elaboran sus propias versiones en cocina, ajustando tiempos de fermentación y bases de té igual que un sumiller ajusta la crianza de un vino.
Sus aplicaciones van más allá del vaso. En gastronomía, se utiliza para desglasar salsas, marinar pescados o incluso fermentar vegetales. Su acidez controlada y su carácter vivo aportan profundidad sin agresividad, una dimensión difícil de lograr con vinagres o vinos convencionales.
Además, la kombucha responde a algo que el consumidor contemporáneo valora tanto como el sabor: la historia detrás de cada botella. No hay grandes fábricas ni sabores clónicos; hay pequeños productores, fermentaciones lentas, ingredientes ecológicos y una búsqueda sincera de autenticidad.
El placer consciente
Beber kombucha es, de alguna manera, un acto de reconciliación. Entre el placer y la salud, entre lo ancestral y lo moderno, entre la ciencia y la intuición. Es una bebida que no anestesia, sino que despierta: al cuerpo, al paladar y, sobre todo, a la conciencia de lo que ingerimos.
Quizá por eso ha conquistado a una generación que busca algo más que sabor. Quien se sirve una copa de kombucha no está simplemente hidratándose; está participando en un ritual mínimo de fermentación, naturaleza y tiempo. Cada burbuja nos recuerda que lo vivo es imperfecto, cambiante, imprevisible… y delicioso.
Así que sí, puede que la kombucha sea la bebida de moda. Pero también es mucho más: es el refresco que aprendió a tener alma. Y eso, queridos golosos, es algo que no se fabrica. Se cultiva.



