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FERNANDO J. LUMBRERAS
Ayer domingo, en el Santiago Bernabéu, se celebró el seguno de los dos conciertos que el Sol de México tenía en Madrid luego de seis años sin presentarse en la capital de España. El Tour 2024 había recibido muy buenas críticas a su paso por otras ciudades españolas y era el turno de comprobar el pulso sobre el escenario de un artista que sí, es indiscutible, arrastra masas con canciones que van desde el bolero más dulce hasta el pop en su quintaesencia. Pero el chequeo se quedó en eso.
Se agradece que comenzase a su hora, siempre me gusta valorar eso, y con una puesta en escena realmente extraordinaria: pulseritas luminosas al estilo Taylor Swift, el marcador 360 del Bernabéu funcionando a pleno rendimiento y un sonido, la verdad, que francamente excepcional. Todo tenía el marchamo de ir a ser uno de los grandes conciertos del año, pero la cosa comenzó a torcerse desde la primera canción cuando, para mi pesar, constaté que Luis Miguel ya no llega a las notas de antes, cambia completamente el tono de canciones cuando más álgido era el momento y el público quería ver ese potente chorro de voz que mostró en una única ocasión y solo en el final.
Miedo me daba que llegase el turno de La bikina o La incondicional, canciones que vocalmente le exigen mucho al artista mexicano. De ambas salió como pudo, con el público coreándolas, con Luis Miguel ofreciéndole el micrófono para que fuese el respetable el que sacara las castañas de fuego. Eso sí, el divo mexicano ni siquiera tuvo un momento para decir ‘Buenas noches, Madrid’. Es más, ni siquiera nos presentó a sus músicos, que estuvieron perfectamente a la altura de un show que exigía lo mejorcito.
Esa empatía puede hacer que un concierto pase de ser ramplón a ser bonito y curioso. Y sí, seguramente estés pensando que un artista viene a un concierto a cantar y no a conversar, pero creo que no estaba de más dar las buenas noches, preguntar cómo estamos o contarnos los fantásticos músicos que había sobre el escenario. Por no haber, no hubo ni tan siquiera bises. Cantó la última —sin dar las buenas noches, por supuesto— y se marchó. También hay que decir en descargo de Luis Miguel, que es que todos sus éxitos ya habían sonido y meter algo más casi podría parecer un pegote, que también los hubo.
Dos duetos, uno con Michael Jackson y otro con Frank Sinatra creo que estaban fuera de sitio, rompieron totalmente toda la dinámica de lo que hasta entonces estaba siendo el concierto. Es un artista latino, queríamos verle con éxitos latinos, no dándoselas de crooner ante dos leyendas que ya no están con nosotros y que trajeron voces enlatadas. Esos dos temás, a mi juicio, sobraban.
Eso sí, como para compensar, llegó la fiesta mariachi, en la que el artista, con cambio de vestuario incluido, se volvió a sentir en la gloria. El Mariachi Vargas de Tecalitlán, el considerado por muchos como el mejor del mundo, y que se encuentra en Madrid porque viene a cantar con Mocedades en estos días, irrumpió en el escenario con un gran júbilo popular. Su talento es inmenso, su manera de ejecutar los clásicos de la música mexicana absolutamente fantástica y lo bordaron. Luis Miguel se acercó entonces a ser quien era, pero volvieron pronto los cambios de notas o las bajadas de tono.
Y así acabó la noche, con la sensación de que el artista llegó y venció, que pareciera que se fue incluso pletórico, pero para los que ya estamos curtidos en estas cosas, se fue sin convencer a más de uno, camuflado en el coreo mayoritario que salvó aquellas viejas pero hermosas canciones que sí, no tienen que sonar exactamente igual que el disco, puedes cometer alguna licencia vocal, sin duda, pero en este caso es que era evidente que la voz, a los cincuenta y muchos, ya no es la misma y había que maquillarla.