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Hace ya algunos años que conocimos a Christian Nodal. Entonces era un muchacho tímido al que escucharle hablar de música y de sueños era una auténtica maravilla que mezclaba su amor por las canciones y los futuros que su carrera, entonces incipiente, le tenía preparados.
El viernes le vimos triunfar, como había previsto pero también como se merece. Porque más allá de lo que la prensa rosa ha dicho y especulado de su vida personal, Christian tiene una de esas voces capaces de atravesar el alma, una voz sentida, una voz que necesita grandes canciones, y éstas existen.
El concierto evidenció que nos encontramos ante un artista que ya ha dejado de ser en potencia para serlo en plenitud, con un saber estar de madurez siendo joven, con los dejes de las grandes estrellas, pero quiero pensar que cuando se bajó del escenario y pudo analizar lo que sucedió se concedió la licencia de seguir soñando.
Miles de voces corearon sus canciones, miles de teléfonos capturaron esa magia única de su directo y muchos tomaron una estrofa o un compás entero para añadirlos a la banda sonora de sus vidas.
Nadal sigue volando alto, en un cielo sin horizonte, porque los límites, si es que los hubo un día, se rindieron a su talento. El aplauso fue recompensa merecida. El concierto, el mejor modo de reencontrarnos. España se queda con un pedacito de su esencia, porque sí, nos dejó jirones de su alma ranchera.